París, siglo XV y, más concretamente, 1482. La ciudad se sacude los estertores de la Edad Media.
En lo alto de Notre Dame, Quasimodo, custodia el alma de la catedral proyectando su grandeza a través del repicar de las campanas. Aquejado de sordera y una severa malformación, es un hombre que no se deja ver. Un espíritu cuasi errante y temeroso que se ha desarrollado al abrigo de su protector, el archidiácono Frollo. Un beato, ni mucho menos tan íntegro como cabria presuponer y cuyo hermano, joven y libertino, tampoco queda atrás en correrías desnudas de honradez.
En las calles empedradas de la ciudad, que nutren las venas del dogma que emana la catedral, vive entre la muchedumbre una gitana, Esmeralda. Bailarina para el vulgo y fémina con arte para confundir prestidigitación y sarcasmo. De su corazón, belleza y desparpajo están prendados varios hombres: el capitán Febode Chateupers, quintaesencia de la naturaleza pendenciera entre ellos.
Frollo, incapaz de hacer frente a sus emociones, pedirá a Quasimodo que rapte a la gitana, impidiendo en última instancia el deseo de éste último el mencionado capitán. En este punto será el pobre Quasimodo el que centre la ira del pueblo pasando a vivir un verdadero descenso a los infiernos. Condenado al patíbulo, volverá a entrar Esmeralda en escena para, con un gesto de amor desconocido en la vida del campanero, cambiar por completo el devenir de sus sentimientos.
En paralelo, Pierre Gringoire (poeta y filósofo) buscará en la ‘corte de los milagros’ (suerte de asamblea de pobres y ladrones) a Esmeralda: quien aceptará casarse con él para que la comunidad de mendigos lo acepte entre los suyos, aún sin estar enamorada; pues a ella, quién en realidad le gusta es el zafio Febo. Hombre que despertará los celos de Quasimodo precipitando así la tragedia final.
El flamenco Jacques Coppenole, Jacques Coctier, galeno de la corte, o maese Jacques Charmolue son otros de los personajes que de dejarán caer entre las desdichas morales de esta narración compuesta por 11 libros dentro de un libro para perdernos por las atestadas calles de un París hoy completamente inimaginable, si no fuera porque aún sigue allí, como testigo obstinado del devenir humano, Nuestra Señora de París.
Mil rincones y personajes que basculan entre la grandeza de un monarca como Luis XI de Francia al pintoresquismo del último vagabundo de mercado a orillas del Sena.
Contexto y autor
Víctor Hugo, al que bien podríamos apodar, ‘tormenta del romanticismo’ vivió al trote de dos cruzadas: una primera, emocional. Y una segunda, política. En lo emocional, claro, el tapiz familiar cosido, roto y zurcido resultó ser un temprano acicate para dar carta de naturaleza a versos trufados de conciencia. De frágiles anhelos, convicciones de un amor pasajero y férreos retratos de las debilidades humanas. Iremos viendo los porqués.
Nuestro autor, cuyo natalicio fue el 26 de febrero de 1802, y que vino al mundo en Besançon con la resaca revolucionaria fue trotamundos, aunque no por gusto. Le tocó ser el tercer vástago de un matrimonio tan temperamental como el propio siglo XIX y que, al alimón, estuvo formado por Joseph Léopold Sigisbert Hugo y Sophie Trébuchet. El primero, según nos dice la historia, oficial de alto rango en el ejército de Napoleón.
Siendo un niño las vicisitudes familiares pronto le hicieron abandonar los estudios reglados aunque, antes de hacerlo, pasó por un seminario para nobles en Madrid. Tras ese fugaz viaje, su madre inició una nueva relación con Víctor Lahorie, quién era el oficial superior de su pareja y que se transformaría en preceptor del prolijo autor.
Sin estudios oficiales como bien digo, pero ambicioso y curioso impenitente. Esa curiosidad que brotaba le hizo abordar lo que ya le apasionaba: las letras. La estructura del lenguaje y el mensaje intelectual de los textos.
Comenzó, de esta manera, a demostrar una valía y culta originalidad que su madre y preceptor supieron acoger. Tras ganar algunos concursos literarios de academias locales y fundar su propia revista junto a sus hermanos, llegaron las compilaciones de sus primeros versos en francés y el andamiaje ideológico que suscitaría la atención social de una nación en apariencia tranquila, pero de basamento convulso.
20 años tenía cuando, con su primer poemario fresco y sin convencionalismos, enamoró a Luis XVIII, quien advirtiendo la veta que simbolizaba para la producción del nacionalismo francés la cabeza de aquel joven, natural de Besançon, no dudó en apoyarle otorgándole una nada desdeñable pensión anual. Con ella, Víctor Hugo, prosperó profesional y sentimentalmente, contrayendo nupcias con Adéle Foucher; mujer que le daría cinco hijos.
Así las cosas, con una confortable posición a pesar de su juventud y, en tanto creaba su propia familia, Víctor Hugo fue sublimando su desenvoltura autodidacta esculpiendo la contemporaneidad romántica; siendo consciente y, quizá por ello, no desatendiendo la respuesta social de los muy diferentes estratos que leían sus obras. En base a lo expuesto él mismo se cuestionaba sus escritos y posibles interpretaciones haciendo confluir ideas con sus amistades, las cuales acostumbraba a ver tanto en cafés como en el cenáculo de la Biblioteca Nacional gala. Muchas de esas animadas amistades, huelga decirlo, también causantes de dar forma a uno de los movimientos culturales más sonados del siglo XIX. Hablo de Mérimée, Delacroix, Lamartine o Nodier.
A partir de los años treinta comenzó un notable periodo de fecundidad narrativa que, sin embargo, no tuvo el mismo reflejo en el marco familiar. A Pesar del nutrido número de hijos que logró tener con Adéle (cinco vástagos en siete años) fallecieron todos de una manera cruel. Y aprovecharé para apuntar aquí que tampoco sería esta mujer, ni mucho menos la
última en pasar por los brazos del autor, cuyos dramas sentimentales jamás ensombrecieron su espíritu libertino.
Cabe destacar de los inicios de Víctor Hugo el hecho de que, además, de sus textos para teatro, poesías y novelas, hiciera verter sobre el papel y el lienzo un sinfín de dibujos y pinturas en las que también expresó su sentir. A modo de curiosidad: fueron muy pocos los que en su día advirtieron la faceta artística del escritor que fue puesta en valor tiempo después de su muerte. Pero lo cierto es que sus trazos y pinceladas dejaron una clara exposición de su alboroto personal y turbación política. Porque hablando de política… Sí, Víctor Hugo también la ejerció.
Y es que, efectivamente, el afamado escritor se desenvolvió con inusitada soltura en un campo, a priori diametralmente opuesto a su escenario pero vital para llegar a transformar muchos de sus aspiraciones escritas en una realidad. Unas las peleó como diputado y otras como senador. No conviene olvidar el contexto con este breve triunvirato de conceptos para entender lo movedizo del momento: las Tres Gloriosas, Luis Felipe I y el II Imperio francés.
En 1845 ocupó puesto como par de Francia, una dignidad histórica y cargo de notable privilegio desde el cual precipitar decisiones de un peso administrativo importante para la época. Poco después, al alba de la Revolución de 1848 fue designado alcalde del 8o distrito de París y posteriormente diputado conservador en la Segunda República. Pero esto sólo fue el comienzo de un viaje que le llevaría al exilio (primero Bruselas y después Jersey) y desde donde escribiría ‘Los Miserables’, en tanto ocupaba el poder Napoleón III.
Sin embargo, no estoy aquí para contaros el vaivén político de tan insigne escritor. Necesitaría un espacio del que no dispongo y, tengo la convicción de que tampoco es el lugar. Mejor encauzar el timón y mencionar, tal y cómo os evocaba renglones arriba, algunas de las obras que le hicieron erigirse como conductor o guía canalizador (si se puede decir así) del movimiento romántico.
‘Han de Islandia’, ‘Odas y Baladas’, ‘Las Orientales’ (estás últimas en el contexto lírico), ‘Hernani’ (teatro) y ‘Cromwell’ fueron los trabajos que le granjearon un respeto de la critica casi desconocido hasta entonces. Pero fue su siguiente libro, minucioso en lo descriptivo y dramático en lo emocional, el que le hizo merecedor del abrigo del público por y para siempre: ‘Nuestra Señora de París’. Y en este punto nos encontramos en 1831; poco antes de que Víctor Hugo consagrase su irrefrenable instinto mujeriego a la actriz Juliette Drouet. Su amante hasta el final.
Fue tal la recepción social de la novela que la crítica quedó espoleada ante lo que consideraba un panegírico en favor del respeto, la integridad, el amor y la identidad del paisaje. Su eco logró paralizar la más que plausible (entonces) demolición de la catedral por el mal estado de conservación.
Imaginad la repercusión. Y es que, aunque pueda parecer increíble, los sucesivos procesos revolucionarios, sacudieron, tanto el ornato artístico como los propios cimientos de la catedral. El período de la Convención fue un tiempo de saqueo que no logró frenar autoridad alguna, ni siquiera el clero reformista que, adhiriéndose al los nuevos signos políticos, acabaron atomizándose en facciones inútiles.
Quizá por ello, por ver la sociedad parisina un principio de inexorable degradación en lo que fue y sigue siendo más que un símbolo nacional que sus gobernantes dejaban pudrirse, estas palabras de Víctor Hugo en su libro, alumbraron conciencias:
«Todavía hoy la iglesia de Nuestra Señora de París continúa siendo un sublime y majestuoso monumento», decía el escritor. Pero hay más (permitidme esta pequeña revelación del libro) pues narra Víctor Hugo así:
«por majestuoso que se haya conservado con el tiempo no puede uno por menos que indignarse ante las degradaciones y mutilaciones de todo tipo que los hombres y el paso de los años han infligido a este venerable monumento, sin el menor respeto hacia Carlomagno que colocó su primera piedra, ni aún hacia Felipe Augusto que colocó la última».
El escritor, impagable intelectual, falleció a los 83 años habiendo regresado al París que tan bien resituó en su novela, sin abandonar las letras un solo instante. Sin abandonar igualmente una carrera política que le fustigó tanto como amar y perder el amor. En definitiva, murió como siempre fue. Un hombre revolucionario.
Despediré está reseña en palabras de Vargas Llosa, Nobel hispanoamericano y académico de la Academia Francesa: Víctor Hugo “fue el autor occidental que ha generado más estudios literarios, análisis filológicos, ediciones críticas, biografías, traducciones y adaptaciones de sus obras en los cinco continentes”. Ese era Víctor Hugo.